Un repaso a los rasgos narrativos y estéticos que definieron a esta joya intimista de HBO
Regresa una década después. Relanzada. El doctor Paul Weston deja ahora paso a la doctora Brooke Lawrence. En terapia, aquel drama diario con el que la HBO insistía en su gloriosa estrategia de riesgo con calidad («It’s not TV, it’s HBO«), fue una de las más subyugantes de su etapa post-Sopranos. Lo fue por formato, por tema, por profundidad. Porque En terapia es un western de sentimientos. Dos personas, un diálogo. Miradas, silencios, lágrimas y confidencias. Paul Weston cabalgaba con sus pacientes por los territorios de la intimidad y se enfrentaba a sus traumas y sus heridas. Cara a cara. Alargando el tiempo, al igual que en los duelos. Intentando poner orden en el caos, como en cualquiera del Oeste.
Desde el punto de vista narrativo, la primera temporada de En terapia resultó innovadora porque ofrecía un drama diario, algo reservado a las soap-operas: 43 capítulos, de lunes a viernes, durante nueve semanas. Cada episodio narraba una media hora en la vida de este doctor en Psicología. El mismo paciente cada día de la semana: los lunes por la mañana atendía a Laura, una treintañera con graves problemas afectivos con los hombres; los martes, a Álex, un exmilitar incapaz de sentir culpa por haber bombardeado una escuela islámica en Irak; los miércoles llegaba Sophie, una adolescente que había tratado de suicidarse; los jueves era el tenso turno de Jake y Amy, un matrimonio en crisis; los viernes… ¿los viernes? Ante la multitud de problemas familiares y paranas íntimas de sus «enfermos», los viernes Paul asumía el rol de paciente acudiendo a Gina, una vieja maestra psiquiatra: «Estoy perdiendo mi paciencia con mis pacientes», se sinceraba Paul en el episodio 1×05, «Hay sesiones en las que apenas puedo contenerme de estallar. Hay días en los que solo quiero cerrar la puerta y que todo el mundo desaparezca». La crisis de la madurez ahí, agazapada, emergía en todo su esplendor. De este modo, el espectador podía seguir la historia de forma lineal —de lunes a viernes— o escoger la verticalidad de acompañar a uno solo de los personajes en un segundo visionado.
En la segunda temporada, aunque el protagonista se mudara de Maryland a Nueva York, la serie utilizaba el mismo esquema variando los pacientes pero manteniendo los viernes con Gina; la novedad es que, ante la dificultad de fidelización que exigía un programa diario, HBO agrupó la emisión. Los domingos por la noche emitía dos capítulos: Mia (una abogada cuarentona agobiada por no tener hijos) y April (una universitaria que rehusaba tratar el cáncer que padece). Y los otros tres pacientes se concentraban los lunes: Oliver (un niño que sufre el divorcio de sus padres), Walter (un exitoso anciano con problemas de insomnio) y la conocida Gina. En esta segunda temporada sobrevolaban ecos de la primera: el divorcio de Paul, la demanda del padre de Alex o la relación Sophie-April. Si en la primera temporada el tenue hilo narrativo global tenía que ver con el enamoramiento entre Paul y Laura, en la segunda el arco argumental de fondo entretejía sentimientos de rechazo, conflictivas figuras paternas y el hastío profesional de Paul: «Ya no me importa nada… La verdad es que estoy jodidamente harto de estar sentado un día tras otro en una silla escuchando los problemas de la gente» (episodio 2×01).
En cualquiera de sus temporadas, el formato elegido –con apenas dos o tres personajes por capítulo– reclamaba un espectador cualificado, capaz de soportar la densidad emocional que desplegaba una propuesta tan estilizada. En este sentido, En terapia ha sido una de las series más atrevidas de la historia televisiva por la exigencia de su visionado: media hora de diálogo, miradas y silencios. Por eso desafinaba la crítica periodística que blandía la etiqueta de “teatro televisado”. Al contrario: En terapia era la apoteosis del primer plano, una de las revoluciones de la pantalla con respecto al escenario. La manera de presentar a cada personaje por primera vez expresaba cómo se privilegian unas emociones sobre otras enfatizando los planos cortos. Por ejemplo, en los de la primera temporada: Paul contenía su expresividad, Laura sollozaba, Alex exhibía altanería y afán de dominio, Sophie se mostraba tímida y delicada, Jake y Amy mostraban desprecio mutuo y agresividad, y Gina aplicaba dulzura y racionalidad en su mirada.
A lo largo de 106 entregas, Paris Barclay, el artesano que planificaba los mejores episodios, coreografiaba una suerte de ballet íntimo con todos ellos. Era tal la suavidad que, tras terminar cada sesión, el espectador se quedaba embobado con la delicadeza de los créditos finales, como si se impusiera la necesidad de una segunda navegación por el texto, intentando digerir y poner en orden el callado terremoto emocional que producía el cara a cara entre los personajes.
El primer distanciamiento crítico provenía de la opción narrativa escogida: 20/30 minutos donde el tiempo real coincide con el del relato, media hora metonímica que debe llenar los huecos narrativos para hacerse cargo de toda una semana de vida del paciente, así como de ciertos recuerdos y sucesos del pasado. Esto requería un alto «compromiso» por parte del espectador, lo que evidenciaba que no se trataba de un producto masivo. El éxito de la serie, pues, no debía medirse en términos tradicionales de audiencia y cuota de pantalla. La buena acogida de la crítica, la respuesta entusiasta de su nicho de público y la pervivencia por tres temporadas hacen razonable catalogarla como una serie de calidad y, también, de éxito. Quizá por eso regresa ahora remozada.
En este sentido, además, la serialidad adoptaba una circularidad difícil de encontrar en la ficción televisiva actual. La terapia entre Paul y sus pacientes era iterativa: pasaba por el mismo conflicto en varias ocasiones, apenas añadiendo ligeros matices en cada nuevo encuentro, de modo que la serie no solo mostraba la terapia, sino que también la ejecutaba. Esto se hacía evidente, por ejemplo, en un momento de la relación con Laura, cuando ésta le echa en cara a Paul que actúe como si la sesión anterior se reseteara. «¿Sobre qué te gustaría hablar hoy?», le preguntaba el psicoterapeuta. Y Laura estallaba de rabia: «Actúas como si no me conocieras, Paul. ¡¡Eso es lo que más me cabrea!! ¡¡Me miras como diciendo: ‘recuérdame otra vez cuál es tu nombre’!!» (1×11). En el fondo, Laura estaba pidiéndole a Paul lo mismo que la serie demandaba al espectador: una memoria activa sobre la que sedimentar el relato e ir añadiendo capas dramáticas.
La estructura semanal reforzaba aún más esta circularidad iterativa gracias a las sesiones de Paul y Gina (que fue sustituida por Adele, en la tercera entrega). Los viernes no solo se centraban en Paul y su entorno, sino que suponían también una recapitulación del resto de pacientes. Esta visión de conjunto, comentada desde la distancia, servía para reenfocar los conflictos de los personajes con la experiencia que Gina añadía en su «terapia sobre la terapia».
En consecuencia, el formato escogido obligaba a En terapia a trabajar la sutilidad de un guión donde la carga dramática descansaba en los diálogos, que se estiraban para sortear la elipsis. También adquiría notable importancia el silencio; el espesor emocional se concentraba en miradas, en tiempos muertos que se acercaban al detalle revelador y obligaban al espectador a fijarse en la expresividad de un primer plano, en los matices de un gesto o una mueca. De hecho, la aclamada y exhaustiva actuación de Gabriel Byrne se apoyaba principalmente en su expresión, la mayoría del tiempo silente, pero muy significativa. Sus emociones quedaban delatadas en la mirada, por lo que la cámara enfocaba una y otra vez sus reacciones a las palabras de los pacientes. A diferencia de Gina o Adele, Paul no era capaz de adoptar la postura del «médico-esfinge a costa del humillado paciente» (3×24). Sus emociones se «colaban» en la pantalla en multitud de ocasiones. Un ejemplo entre cientos: la mandíbula apretada de rabia cuando Oliver le cuenta el acoso que sufría en el colegio (2×23).
Todo ello en consonancia con la frugalidad formal: dos personas en una habitación, conversando, excavando en el yo, haciendo cirugía del alma. «Debes saber que el tipo de terapia que ejerzo no es un arreglo rápido. Es un proceso y, con el tiempo, llega el cambio. Pero lleva tiempo». Como en esa declaración de intenciones que Paul le hace a April (2×02), la puesta en escena funde forma y fondo mediante una apariencia mínima, casi fordiana: largos primeros planos, una cámara estática –apenas un travelling a medio capítulo para saltar el eje–, un «ritmo glacial» y una suave música de piano que nace en los últimos minutos para puntear el poso que la descarga sentimental dejaba tanto en los protagonistas como en el espectador. El final del capítulo 2×6 ejemplifica esto de forma nítida: Mia abandona la sesión tras escupir un «me debes un hijo, Paul», y vemos al Dr. Weston repasando antiguas notas sobre Mia mientras escucha un cassette de música clásica y la cámara se le acerca flemáticamente. Es decir, En terapia lucía unas habilidades retóricas muy alejadas de la búsqueda de impacto visual, la velocidad y la lente espectacular que caracterizaba buena parte de la televisión contemporánea. Su ambición era justo la contraria: cocer la historia a fuego lento. Muchas de sus innovaciones han sido prolongadas por obras de paso moroso como Rectify, Treme, The Killing, Halt and Catch Fire o Mindhunter. Ahora toca comprobar cómo la nueva En terapia se ha adaptado, precisamente, al cruel paso del tiempo.