Los últimos estrenos nacionales de la plataforma ofrecen una imagen misógina poco favorecedora de las series españolas
En los primeros años de la década pasada, el éxito de The Walking Dead llevó a las cadenas y las plataformas a interesarse por historias de zombis y muertos vivientes. A esta fiebre, como nos contó el CEO de Scenic Rights, Sydney Borjas, le siguieron las historias relacionadas con el narcotráfico. Y quien no las encontraba probablemente trataba de dar con esa ficción ambientada en un mundo imaginario, con luchas de poder y seres mitológicos que le valiese para conseguir una referencia a Juego de Tronos. El universo de las series, como el de la moda o la gastronomía, también tiene tendencias que se apoyan en el éxito de producciones previas.
En la ficción española, a la vista de los últimos estrenos de Netflix, la prostitución también parece ser una tendencia. Tras la llegada de Sky Rojo la compañía que, junto a Movistar+, más producciones nacionales lanza cada año ha estrenado El inocente. Y una de sus tramas parece un calco de la serie de Álex Pina, con mujeres sufriendo explotación sexual a manos de un villano despiadado que las humilla y las maltrata y del que tratan de escapar. Afortunadamente, la miniserie protagonizada por Mario Casas sigue otros derroteros, pero el balance que ofrece el calendario de estrenos es bastante descorazonador.
Lo primero que pensé cuando vi hacia dónde iba la historia del personaje de Aura Garrido fue “no puede ser, otra vez”. Mientras trataba de sosegar mi estupor me imaginé a un espectador de cualquiera de los 190 países en los que la plataforma tiene abonados plantándose frente al televisor para disfrutar de una producción española. La casa de papel o Élite hicieron que las ficciones de nuestro país se colasen en su lista de visionados y, en menos de un mes, se ha encontrado con dos producciones en las que cosificar a las mujeres es un ingrediente más de la historia, en estos tiempos en los que el resto del mundo las lleva a la pantalla con personajes empoderados, interesantes y que no viven sometidos a un espectáculo con luces de neón. Y no pude evitar imaginarme a ese motivado espectador preguntándose: “¿qué carajo les pasa en España?”.
Cada uno es muy libre de estrenar en su plataforma o cadena lo que le parezca, avalado por los éxitos previos o por los nombres que forman parte de la producción que llega, pero la ficción española con más exposición internacional ha pasado de entretener al público con unos ladrones con los que llegaron a identificarse millones de personas a ofrecer, en poco más de un mes, no una sino dos historias en las que las mujeres son maltratadas y sexualizadas. Y esto no es culpa exclusiva de los guionistas, porque las series que vemos no son todas las que se crean, ni se debe a razones narrativas, para contar una historia de redención o cierto interés social. Están ahí porque la carne y el sexo venden y poco importa ser un altavoz de la violencia machista.
La industria audiovisual de nuestro país ha encontrado en Netflix una inagotable fuente de ingresos que crea empleo y un escaparate con el que hace unos años ni siquiera podíamos soñar. Y eso es bueno. Pero no estaría de más dar con alguien que se preocupase mínimamente por la imagen que la ficción española ofrece al resto del mundo con sus personajes y sus historias. Y no solo porque es denigrante para el género femenino o porque parece que interesa llevar la contraria al resto de los creadores, preocupados por ofrecer retratos inclusivos, respetuosos y alejados de los clichés. Al igual que hace unos años, cuando viajábamos al extranjero y decíamos que éramos españoles, había quien te hablaba de la máscara de Dalí, del Profesor o del Banco de España ahora, a este ritmo, corremos el riesgo de que las mujeres ligeras de ropa y los proxenetas violentos se conviertan en la referencia más socorrida. Y ni el turista, que tendrá que soportar el comentario estoicamente, ni los guionistas, intérpretes y el resto de profesionales de la industria que trabajan en nuestro país se merecen eso.