Con la perspectiva que me da haber reposado ‘Dune: Parte Dos’ desde que la vi hace ya un par de semanas hasta el momento en el que estoy tecleando estas líneas, puedo afirmar sin caer en el exabrupto provocado por el calor del momento —que cantaban los Asia— que no sólo es el gran blockbuster que llegará a nuestras salas de cine este curso cinematográfico 2024; también se alza como el mayor espectáculo audiovisual en clave sci-fi que hayamos visto en mucho tiempo.
Con su segunda aproximación al universo de Frank Herbert, Denis Villeneuve ha vuelto a moldear una apisonadora fílmica creada para ser vista en la pantalla más grande y escuchada a través del sistema de sonido más potente posible. Y es que el francocanadiense, aliado de nuevo con el genio de Greig Fraser —probablemente, uno de los 5 mejores directores de fotografía en activo, ha elevado la apuesta de 2021 a un nuevo nivel.
Una maravilla con un gran pero
Siguiendo las bases de su predecesora en términos de producción, y enriqueciendo con CGI de primerísimo nivel maquetas, efectos prácticos y unas localizaciones reales poco menos que sobrecogedoras, esta ‘Parte Dos’ cautiva a través de las retinas por igual en sus dosificados pasajes volcados en la acción y en sus fragmentos más tranquilos y contemplativos. Pero estamos frente a algo más que un envoltorio perfecto que, eso sí, adolece de un sorprendente mal.
Del mismo modo que en lo que respecta a su factura y tratamiento técnicos, ‘Dune 2’ regresa a las claves narrativas de la original en cuanto a construcción de mundo y personajes se refiere para brindar un relato de ciencia ficción modélico, canónico e intensísimo. El particular juego de tronos galáctico entre Harkonnens, Atreides y demás piezas del tablero cumple su cometido de mantener al respetable pegado a la pantalla, alimentándolo con un acertado contraste entre épica desmedida y un tempo reposado.
No obstante, si algo hace que lo último de Villeneuve no alcance la perfección es la duración de su metraje. Puede que esto suene disparatado tratándose de un largometraje que se extiende durante casi tres horas, pero la historia de Paul Atreides y su ascenso al poder pide a gritos, como mínimo, otros sesenta minutos que permitan a sus protagonistas y antagonistas apuntalar sus desarrollos, y a su fascinante mitología respirar en medio de un viaje vertiginoso hacia un clímax que se resuelve mucho más rápido de lo que debería.
En cómputo global, y esto difiere mucho del desastroso montaje de ‘Rebel Moon’ y su nula capacidad de generar empatía, la cinta no tiene fallas que la impidan funcionar a nivel dramático; los personajes y sus conflictos quedan totalmente claros y evolucionan con coherencia, su progresión es evidente y lógica, y deja momentos y villanos nuevos para el recuerdo —mención especial para el Feyd Rautha de Austin Butler—.
El problema es que la cadencia sosegada de la narrativa choca frontalmente con su celeridad argumental, dejándonos con la miel en los labios no sólo a la hora de conocer tanto al mencionado Rautha como al Emperador Shaddam IV o a su hija, la Princesa Irulan —por poner un par de ejemplos—, cuya presencia, determinante para la historia, termina reducida a lo simplemente anecdótico. También condensa su espectacular fin de fiesta en lo que vuelve a ser un coitus interruptus que poco tiene que ver con la necesidad de ver ‘El mesías de Dune’ trasladada a la gran pantalla.
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